“Así como la oración no es aceptada sin su dirección a la Meca,
toda lucha que no sea dirigida hacia Palestina será en vano.”
Sheij Suhail Assad
Como se sabe, en Jerusalén (Al -Quds en árabe) han convivido pacíficamente por mucho tiempo las tres religiones abrahámicas. No hay guerra ni tensos antagonismos entre estas. La activa vida cotidiana alrededor de sus vetustos y sagrados templos y monumentos siempre fue una clara muestra de ello. Otra cosa muy distinta ha sido la intermitente y beligerante ocupación de esos territorios por parte de las potencias hegemónicas a lo largo de la Edad Contemporánea, específicamente durante los siglos XX y XXI (el Imperio Otomano, el Reino Unido, Jordania y la dupla “Israel”- Estados Unidos).
El palpitar religioso es interrumpido solo por los estruendos de las guerras y son los invasores extranjeros los que impiden la celebración de las liturgias y apagan los inciensos con su fétido sudor a muerte y codicia. Luego de cuatro siglos bajo el dominio otomano, la ciudad pasó a manos del Imperio Británico en 1917, durante la Primera Guerra Mundial. Luego vino la Guerra árabe-“israelí” (1948) y la Ciudad Santa fue repartida entre los sionistas y Jordania. En 1967 acontecieron los sangrientos bombardeos “israelíes” durante la Guerra de los Seis Días y la parte Oriental pasó a ser territorio ocupado, la cual incluye la Ciudad Vieja y algunos de los principales lugares religiosos (el Muro de las Lamentaciones, el Santo Sepulcro y el Monte del Templo o Explanada de las Mezquitas). Más tarde, en 1980, se produjo la anexión total mediante la vil, unilateral y violatoria Ley fundamental que proclamó a Jerusalén como la “capital eterna e indivisible de Israel y el pueblo judío». El “Hogar Nacional Judío», tal y como lo había prometido el Mandato británico por medio de la Declaración Balfour de 1917.
Como puede observarse, ha sido el sionismo a través de su figurado “Estado de Israel” el único en enarbolar hipócritamente una bandera religiosa, el judaísmo, como principio legitimador de sus acciones. Digo figurado porque “Israel” no tiene ninguna razón de existir salvo por el ejercicio de la fuerza, por la vía de los hechos y no por los rebuscados argumentos teológicos que ofrece. Es un engendro ideológico neofascista, neocolonizador, bajo el amparo de otras potencias que desean compartir con este el dominio de los pueblos árabes. Pero nunca fue ni será la consumación de un designio divino, ni la respuesta a una proclama profética. Lo religioso simplemente forma parte esencial de una grosera coartada.
El estatus de capital autoproclamada que dice saldar una milenaria deuda con el “pueblo judío” le da a este asunto un simulado carácter religioso que se debe debatir a profundidad para desenmascarar a los invasores. Esta orientación viciada adquiere mayor acento luego de las declaraciones de Trump sobre su decisión unilateral de trasladar la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén, con lo cual dice reconocer a esta Ciudad Santa como “la capital eterna del pueblo judío”. Disparate nada ingenuo que resume las trampas ideológicas, teológicas e históricas del sionismo, las cuales tratamos de explicar brevemente aquí.
La utilización del factor religioso es un arma política manipuladora que ha permitido legalizar la discriminación contra los creyentes no judíos y el judaísmo no ortodoxo. Se ha convertido en política de “Estado” impedir o restringir el acceso a los lugares sagrados. Los gases lacrimógenos ahogan los rezos y se desencadenan choques y protestas, pero no contra el judaísmo sino contra el sionismo. Tampoco es el judaísmo que discrimina a los orantes de los distintos credos, sino una secta fanática de carácter ideológico hipócritamente religiosa, uniformada o de civil (los colonos, la peor estirpe del sionismo, la más fanática, enajenada y violenta). En fin, la libertad de culto es cercenada por el sionismo que impide a los musulmanes acudir a la mezquita de Al Aqsa, tantas veces profanada por los cuerpos de seguridad “israelíes”, reforzados ahora por su ejército, quienes atropellan, intimidan e interrumpen la práctica de los creyentes, sobre todo durante el sagrado mes de Ramadán.
Reiteramos la idea, no hay confrontación entre religiones, sino entre estas y un judaísmo postizo detrás del cual se esconde cobardemente un ateísmo perverso que es esencia del liderazgo sionista, cuya maldad no radica en su falta de fe sino en la carencia absoluta de principios humanistas que motorizan sus acciones desmedidas. Peor aún, tan falso es el ropaje judío con el cual se cubren que el origen del sionismo posee una profunda vertiente evangélica, debido a que las negociaciones para apoderarse de Palestina se dieron con el Reino Unido (monarquía mayoritariamente protestante) que tenía bajo su mandato este territorio desde 1917.
Esto significa que el supuesto judaísmo que el sionismo ondea como bandera está completamente distorsionado por su forzado y amañado eclecticismo, de modo que las interpretaciones que hace de la Torá se basan en la perspectiva evangélica y no en los preceptos de la fe judía. Ciertamente, existe una clara contradicción que los aleja, e incluso confronta, con la verdadera religión judía. Por otra parte, el pueblo judío no debe tener una capital porque no se trata de un país o un proyecto político, ideología o partido. El judaísmo no es una condición que provenga de las tierras que se posea este milenario pueblo, ni de la lengua que habla ni de la cultura que lo caracteriza, es un credo que se abraza y practica movido por la fe, que tiene la certeza de que la Escritura Sagrada (la Torá) fue revelada por Dios y porque cree en los profetas que este envió para guiarlos.
Jerusalén es la Ciudad Santa hacia donde los practicantes judíos dirigen sus oraciones y fue la primera Qibla (dirección) hacia donde oraban los musulmanes al principio del islam, hasta que fue revelado el versículo 144 del capítulo La vaca (Al-Baqara), lo que produjo la reorientación de sus rezos hacia la Kaaba, la Casa de Dios, en La Meca. Por lo tanto, Al Quds no es la tierra prometida de los judíos ni de ninguna otra religión. Nadie puede poseerla, invadirla y apropiársela en nombre de ningún culto, ideología, orientación política o interés económico, ni de ninguna imaginaria supremacía racial o valiéndose de un poder militar imperial. Es una Ciudad Sagrada multiétnica y plurireligiosa. Por otro lado, independientemente de la nacionalidad de quienes vejen con su tirana presencia y opresión los venerables muros, calles y edificaciones de Jerusalén, los judíos deben seguir rezando en dirección de esta ciudad, así como tampoco las otras religiones jamás podrán renunciar a su milenaria filiación espiritual con ella. Mucho menos los verdaderos musulmanes, quienes debemos luchar por Palestina con el mismo fervor con que rezamos hacia la Meca.
Texto: Ramón Medero.
Editor, escritor y profesor universitario venezolano.