Carbono 14

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Jerusalén es la Ciudad Santa hacia donde los practicantes judíos dirigen sus oraciones y fue la primera Qibla (dirección) hacia donde oraban los musulmanes al principio del islam, hasta que fue revelado el versículo 144 del capítulo La vaca (Al-Baqara), lo que produjo la reorientación de sus rezos hacia la Kaaba, la Casa de Dios, en La Meca. Por lo tanto, Al Quds no es la tierra prometida de los judíos ni de ninguna otra religión. Nadie puede invadirla y apropiársela en nombre de ningún culto, ideología, orientación política o interés económico; tampoco sobre la base de una imaginaria supremacía racial o de una poderosa maquinaria militar. Es una Ciudad Sagrada multiétnica y plurireligiosa que está situada en territorio palestino y fue expoliada por “Israel”.

Foto Jerusalén Este. (Archivo Agencia Anadolu)

Por otro lado, independientemente de la nacionalidad de quienes vejen con su tiránica presencia los venerables muros, calles y edificaciones de Jerusalén, los judíos deben seguir rezando en dirección a ella. La dominación de uno u otro país distinto de Palestina tampoco obligará a que las otras religiones renuncien a su milenaria filiación espiritual con esa ciudad. Mucho menos los verdaderos musulmanes, quienes debemos luchar por Palestina con el mismo fervor con que rezamos hacia la Meca.
El pueblo judío no debe tener una capital porque no se trata de un país o un proyecto político o ideología. Lo judaico no es una condición que provenga de las tierras que este milenario pueblo posea, ni de la lengua que habla ni de la cultura que lo caracteriza. Se trata de un credo que abrazan y practican quienes se sienten movidos por la fe, por quienes tienen la certeza de que la Escritura Sagrada (la Torá) fue revelada por Dios y porque creen en los profetas que Él envió para guiarlos.

Por otra parte, el pueblo judío está esparcido por el mundo como están los musulmanes y los cristianos. Basta ya de confundir a la gente haciéndole creer que el sionismo persigue la reivindicación de unos supuestos límites geográficos basados en una trasnochada y falsa teología. Tampoco es el carbono 14 lo que determina la preeminencia de un pueblo sobre otro. No son las ruinas más antiguas que yacen en el subsuelo lo que define la propiedad de un territorio. De ser así, quizás los noruegos, finlandeses, suecos, polinesios, chinos, japoneses, árabes y hasta los aborígenes australianos deban reclamar una parte del continente americano. Estarían en su derecho probar si son ciertas las tesis de que ellos arribaron aquí antes que los españoles; quizás hacer también pruebas de ADN para luego pugnar a favor de sus privilegios sobre estos ajenos parajes. Siguiendo la lógica sionista, “Israel” debería entregar Palestina a los descendientes de los fenicios o cananeos (los actuales libaneses, aunque también españoles y portugueses) y de los filisteos, a quienes sus ancestros despojaron de sus territorios. O algo mucho más fácil y justo, debemos devolver las tierras a los pueblos originarios de Mesoamérica y Suramérica, y hacer lo mismo en cada región del mundo donde haya un descendiente de sus primeros pobladores. En Estados Unidos gobernarían los sioux, seminolas, apaches, comanches, cheyennes, cheroquis, pies negros, navajos…

Que el sionismo pretenda encontrar razones lógicas para invadir Palestina es tan descabellado como pensar que una secta, en nombre de todos los musulmanes del mundo, tome la Meca para instaurar allí, a sangre y fuego, la capital de un Estado Islámico. Los católicos podrían hacer lo mismo, al igual que el protestantismo (las iglesias históricas de carácter nacional, las iglesias de carácter congregacional y los movimientos pentecostales o carismáticos). Todos podrían emular tamaño desparpajo y tomar por asalto las tierras que consideren su heredad a partir de una rebuscada e interesada interpretación de las sagradas escrituras, de la teología, la jurisprudencia y la documentación histórica.

No obstante, no debemos extrañarnos de que algunas sectas extremistas, que dicen pertenecer a estas tres nobles religiones y a sus distintas escuelas, pudieran sentirse identificadas o representadas por las macabras, vergonzosas y relativas conquistas alcanzadas por el genocidio sionista en nombre de las doce memorables tribus de Israel. La estupidez de muchos que se dicen creyentes, al ser ciegos, sordos y mudos ante la verdad, secundan y respaldan sin tapujos la farsa que lleva adelante desde hace más de siete décadas ese aparatoso y tenebroso teatro llamado “Estado de Israel”, cuyos andamios, bambalinas y telones están salpicados con la sangre de niños palestinos y de otros países árabes.
Dicho esto, preocupa mucho las conexiones que podrían existir entre esta pandemia ideológica llamada sionismo y lo que acontece ahora mismo en Brasil y Bolivia, dominados por un evangelismo fundamentalista, de ultraderecha, con grandes apetencias de poder.
Una simbiosis entre religión y corporativismo que ha producido gobiernos sumamente tiranos, racistas, xenófobos, discriminatorios y violatorios de todos los derechos humanos.

Ramón Medero. Editor, escritor y profesor universitario venezolano.

mederor@gmail.com